
HORRORES FAMILIARES - RELATO PERSONAL
La historia que comparto a continuación relata tres vivencias reales, sin explicación aparente, contadas por distintos miembros de mi familia.
I
Julio de 2009 - Barrio de Caballito (Capital Federal)
Llegué del trabajo alrededor de las 19:20. Entré a casa, colgué las llaves y me quité el abrigo. En voz alta anuncié: —Má, llegué.
No hubo respuesta. Recorrí la casa y noté que estaba vacía. Sobre la mesa de la cocina encontré una nota: “Volvemos enseguida, fuimos al mercado”. La tiré a la basura y me encerré en el baño. Lavé mi cara; estaba agotada. Trabajaba de niñera y el día había sido largo.
Segundos después, empecé a escuchar murmullos. Parecía que alguien hablaba en voz baja, como si no quisiera que lo escuchara. Abrí la puerta y agudicé el oído. Luego, un ruido más claro: el picaporte de la puerta de la terraza forcejeaba.
(Hago un paréntesis para describir la disposición de la casa: tiene un patio interno en el centro, las escaleras al costado, un entrepiso y, más arriba, la terraza. Las habitaciones, la cocina y el baño rodean el patio.)
Al escuchar lo que parecía un intento de abrir la puerta de arriba, tomé mi celular y el teléfono de línea, y me encerré aterrada en el baño. Me senté en un banco, tras la mampara, y envié un mensaje de texto confuso a mi novio: “Escucho algo raro acá”. Él respondió con ironía, sin comprender. Mientras tanto, los murmullos continuaban.
De pronto, el silencio. Y entonces, lo peor: la puerta se abrió.
Por dos segundos, nada. Un escalofrío me recorrió el cuerpo, sentí los ojos llorosos y la piel erizada. Luego, pisadas fuertes comenzaron a bajar las escaleras con decisión.
No pregunten cómo, pero en mi mente imaginé tres hombres. Vestían camisas y pantalones largos, botas con hebillas y sombreros. Estaban armados. Incluso pude oír el sonido de un arma al ser amartillada, como un rifle antiguo.
Ocho escalones separaban el entrepiso del patio. Sin embargo, ¿cómo descendían tres personas al mismo tiempo? Distinguía los murmullos, el tintineo de las hebillas y el sonido seco de sus pasos sobre el mármol.
Cuando alcanzaron el descanso de la escalera, rompí en llanto. El bisbiseo aumentó y, entre risas y frases ininteligibles, los percibí llegar al patio.
Quise llamar a la policía, pero el miedo me paralizó. No me atrevía ni a respirar.
Entonces, la puerta del hall se abrió de golpe. Eran mi madre y mi abuela, que volvían de hacer las compras.
Mi primer pensamiento fue: “Dios, no. Se van a topar con ellos”.
Pero, en el instante exacto en que mi abuela dijo en voz alta: —¡Llegamos! —todo cesó.
Tardé en reaccionar y salir del baño. Fui directo a mi madre y le entregué el teléfono que apretaba con fuerza. Me miró con preocupación y preguntó qué me pasaba. Respondí que nada, que estaba cansada y quería dormir. Ni siquiera recuerdo qué pensé después.
Días más tarde, reuní valor para contarle lo ocurrido. Su reacción fue inmediata: ojos escépticos y la frase de siempre: “Dejá de ver tantas películas de terror”.
Sus palabras no explicaban nada. Solo desvalorizaban lo que había vivido.
Pero el destino tiene formas extrañas de sorprendernos.
Tres años después, en una charla casual, mi madre relató un episodio que me resultó inquietantemente familiar.
II
Era la mañana de Reyes. El cielo ya clareaba cuando mi madre, que entonces tenía seis años, despertó al oír ruidos de bolsas en el patio. Pensó que los Reyes Magos habían llegado y se asomó por la hendija de la persiana de su habitación (la misma casa en la que yo había vivido mi experiencia).
Lo que vio la dejó helada.
Tres hombres descendían las escaleras. Vestían trajes, sombreros y zapatos brillantes. Cada uno llevaba un arma.
Cuando mi madre terminó su relato, la miré fijamente. Notó mi expresión y preguntó:
—¿Por qué me mirás así?
Atónita, respondí:
—¿Me estás cargando, mamá? Es casi idéntico a lo que te conté que me pasó hace tres años.
—¿Ah, sí? —dijo, sin darle importancia.
Le refresqué los detalles, pero solo reaccionó con un vago: “No me di cuenta”.
Intenté obtener más información, pero no recordaba muchos detalles.
No sé qué opinan ustedes, pero yo quedé conmocionada.
Y la historia no termina aquí.
III
En 2016, durante la sobremesa de Pascuas, la charla derivó en relatos sobre fantasmas y experiencias paranormales. Como me encanta contar mis anécdotas una y otra vez, narré mi historia. Luego, mi madre agregó la suya.
Fue entonces cuando mi tío, hermano de mi madre, intervino:
—Eso no es nada. Ahora les voy a contar lo que me pasó a mí.
Cuando tenía ocho o nueve años, dormía en la misma habitación que su hermana y su abuela. Una noche, al comenzar a dormirse, oyó murmullos en el patio. Se hicieron más intensos. Asombrado, se acercó a la ventana y espió por la persiana.
No podía creer lo que veía.
Decenas de soldados descendían las escaleras. Llevaban uniformes antiguos, botas con hebillas y marchaban con paso firme, el sonido de sus pisadas resonando en la noche.
Desconcertado y aterrado, corrió a su cama y se tapó la cabeza con la frazada. Despertó a su abuela, quien, entre sueños, le dijo que volviera a dormir y dejara de imaginar cosas.
Nunca volvió a hablar del tema.
Las tres experiencias ocurrieron en el mismo punto de la casa: la escalera del patio, orientada hacia el norte.
Un detalle curioso: a ocho cuadras se encuentra el monumento al Cid Campeador, estratégicamente ubicado en el centro de la ciudad, donde convergen cinco avenidas. ¿Casualidad?
En los últimos años, consulté con personas especializadas en lo paranormal. Nadie pudo darme una respuesta concreta. Pero llegamos a una hipótesis inquietante: ¿Podría tratarse de soldados de alguna antigua batalla que avanzaban hacia el norte?
Tal vez nunca lo sabremos.