EL ESPÍRITU DE LA PLAZA MISERERE – LEYENDA URBANA DE BALVANERA
Enero es, por antonomasia, uno de los meses más cálidos del año en Buenos Aires. Días sofocantes dan paso a noches pesadas, donde el calor parece adherirse a la piel. En una de esas noches se desarrolla esta historia, en el barrio de Balvanera, en una zona frecuentemente llamada, aunque erróneamente, "Barrio de Once".
Por un cambio de planes de último momento, Andrea tuvo que quedarse hasta tarde en su oficina, terminando unos planos que debían presentarse al día siguiente. Cerca de las diez de la noche apagó la computadora y se levantó con pesadez. Estaba agotada, pero la idea de llegar a casa, encender el aire acondicionado y taparse hasta el cuello le dio fuerzas para cerrar la oficina con la llave que su jefe le había dejado y dirigirse al ascensor.
En la calle, se encaminó a la parada terminal del colectivo 98, el mismo que tomaba diariamente para volver a su casa en Berazategui. Aunque solo debía recorrer dos cuadras, el trayecto se le hacía eterno. Caminar sola de noche en ese barrio le resultaba aterrador, especialmente al borde de la Plaza Miserere, conocida por su inseguridad. De día, miles de personas transitaban por allí, pero de noche, la soledad pesaba.
El cielo estaba cubierto de nubes y la luna apenas asomaba a intervalos. Las calles iluminadas lucían desiertas, lo que podía ser un alivio o un motivo de mayor inquietud. Los locales cerrados ofrecían poco resguardo ante cualquier peligro.
Andrea temía los robos con una intensidad particular: había sido víctima de uno junto a su familia años atrás. No se sentía cómoda en lugares públicos y evitaba salir de noche salvo que fuera a sitios concurridos. No sorprendió que nuestra entrevista se realizara en una cafetería bien iluminada y con seguridad en la entrada.
Con un capuchino entre las manos, Andrea se relajó lo suficiente para compartir su historia.
Andrea: "Fue hace unos años, a principios de enero. La mitad de los empleados estaban de vacaciones y mi jefe, un idiota, adelantó una reunión para no perder un cliente. Como era la única arquitecta disponible, tuve que quedarme hasta casi las once de la noche."
Tomó un sorbo de café y siguió.
"Siempre fui bastante cagona para andar sola. No sabés quién puede estar al lado tuyo en el bondi o en el subte. Por eso caminé rápido y en menos de tres minutos llegué a la plaza. Sabía que no tenía otra opción que atravesarla, y la forma más rápida era bordeándola por Rivadavia."
Mientras hablaba, se notaba su incomodidad. Su expresión cambiaba al recordar los detalles.
"Crucé Pueyrredón con paso firme. De repente, algo llamó mi atención. No era el tráfico ni las personas, sino la ausencia de ambas. La plaza estaba desierta, muerta. Era la única persona allí, y eso me revolvió el estómago."
Se inclinó un poco hacia adelante, con los ojos fijos en la mesa.
"No sé por qué, pero algo en el monumento de Rivadavia me llamaba. Me acerqué al mausoleo sin pensarlo. Perdí la noción del tiempo. No sé si fueron segundos o minutos, pero algo me retenía ahí."
Inspiró hondo antes de continuar.
"Fue entonces cuando vi algo moverse. No sé si fue mi imaginación, pero la estatua pareció inclinarse levemente, como haciendo un ademán. Fue suficiente para que saliera de mi estupor y corriera hasta la parada. Apenas llegué, vi más gente alrededor, como si hubieran aparecido de la nada. O peor... como si yo no los hubiera visto antes."
Horas después, me encontraba en la peatonal Laprida de Lomas de Zamora, reflexionando sobre su relato. Decidí ir hasta Plaza Miserere para comprobarlo por mí mismo. Al mediodía, la zona era un caos de actividad: cientos de personas iban y venían, ajenas al misterio que podía ocultar el lugar.
Me acerqué al mausoleo de Bernardino Rivadavia. Su estructura imponente, de granito, tenía una presencia innegable. Busqué a alguien que pudiera contarme más sobre el sitio.
Marta (vendedora): "No sos el primero que pregunta por eso. Muchos dicen que pasan cosas raras de noche. Yo una vez escuché unos gritos en la plaza y casi me muero del susto. Pero mirá, miedo hay que tenerle a los vivos, no a los muertos. Acá te afanan hasta por un celular."
Franco (colectivero de la línea 98): "Una vez escuché de una llorona en la plaza. De noche esto es un peligro. Capaz los gritos que se escuchan no son fantasmas, sino gente que muere acá mismo. Cuando alguien muere con violencia, a veces queda algo de él en el lugar."
Finalmente, antes de irme, me acerqué a una oficial de la Policía Metropolitana.
Oficial: "Escuché rumores de que unos pibes intentaron hacer magia negra en el mausoleo y casi matan a una chica. Dicen que su espíritu sigue atado a este lugar. Pero no sé... capaz me estaban jodiendo."
Regresé a casa en subte, incapaz de apartar la historia de mi mente.
Las buenas historias de terror siempre tienen un lugar icónico: una casa en la colina, un hospital abandonado... o una plaza en el centro de la ciudad. Pero lo que les da vida es un hecho violento, una muerte prematura, un alma atrapada.
Andrea nunca sabrá si lo que vivió fue real o si su miedo transformó la oscuridad en algo sobrenatural. Pero si fue verdad, quizá acercarse un poco más le habría revelado un mensaje del más allá... o peor aún, un pasaje directo a la muerte.